La Roma tiene poco a lo que aferrarse. No lo tiene en el ámbito meramente sistemático, con cierta mejoría táctica, sin un resultado palpable, no lo tiene a nivel de resultados, con finales trágicos en dos de los tres partidos disputados en la era Ranieri, y no lo tiene en lo anímico, y es que si bien parece que la union entre jugadores y aficiónados se ha recuperado en cierta medida -vease los aplausos al termino del partido de ayer-, es en vano aferrarse únicamente a este aspecto.
Muchas veces, cuando la luz queda aun lejos en el final del túnel, tendemos a ir al pasado. Rebobinar, para así, reconfortarnos, en cierta medida, con situaciones pasadas, que de una manera u otra, se han conseguido sobrepasar. No obstante, hasta ese simple acto de mirar al pasado parece complicado en estos momentos. Desde la era de nos tres puntos en Serie A, no hay atisbo de una situación similar en la ciudad eterna. 13 puntos en 15 jornadas, a 2 del descenso, y quizás, lo más preocupante, cuatro derrota consecutivas en Serie A, algo prácticamente inédito en lo que llevamos de siglo. Desde entrados los 2000, la Roma solamente ha encadenado una ocasión con 4 casilleros en rojo consecutivos, en la 2008, donde Siena, Inter, Udinese y Juventus, dejaron la Roma en sequía entre octubre y noviembre de ese años.
¿A que aferrarse entonces cuando todo parece débil cuanto menos? Quizás, aunque parezca irónico cuanto menos, la Roma deba aferrarse a la propia magia que rodea a la ciudad. Un brillo especial de una ciudad eterna, que personificadas en la figura de Claudio Ranieri, pueda aupar, aunque sea hasta hacer que el equipo se tenga de pie sin ayuda, a un equipo sin rumbo. Esa magia, que quizás, ha rejuvenecido a Hummels de un día para otro, esa magia que ha vuelto a hacer sonreír a un campeón del mundo como paredes, esa magia que, con Manu Koné como único magó que brilla de forma diferente en el campo, pueda volver a, valga la redundancia, devolver la solera y la compostura a una Roma cuyos pilares son indestructibles.